miércoles, 29 de junio de 2011

PREFACIO

1.


CÓMO Y POR QUÉ ME HICE CONDUCTOR DE CARAVANAS DE LAPIS SPECULARIS

Yo, Hipólito, voy a contarles la historia de mi vida. Cómo y por qué he sido conductor de caravanas de lapis specularis.

Comencé, y comienza mi relato, en el año 73 d.c. Entonces contaba ya con veinte años. Nacido de una esclava griega, Delia, mi madre, favorita de un rico y poderoso hombre de negocios, de la más alta categoría socio-política de Segóbriga. Mi padre no me reconoció como hijo, pero me declaró libre y me asoció a sus negocios, como conductor de sus caravanas, y, más adelante, estoy seguro de que no por otra razón que por egoísmo y en beneficio propio, desempeñé para él más altas responsabilidades.

Capítulo I. EL JARDÍN DEL EDÉN

2.


Era un lugar idílico y nemoroso, con pretensiones de jardín del Edén. Lujo y esplendor se mezclaban por todos los espacios de su extenso perímetro, que circundaba la villa romana de su rico propietario.

En él se podía admirar la más variada y exótica vegetación, tanto de segura aclimatación, como la trasladada desde los puntos más remotos del Imperio, que requería cuidados especiales de invernadero.

Su dueño tuvo la feliz idea y buen gusto de fabricar dichos habitáculos con finas maderas, que servían de soporte y fijación de láminas de Lapis Specularis.

Cruzaban el jardín amplios paseos arbolados, adornados con las más variadas especies de flores. Frondosos parterres cubiertos de césped. Fuentes cristalinas, bellos surtidores vertiendo sus aguas por la boca de faunos, ninfas, sátiros, cupidos… Estanques diseñados en diversas formas geométricas, con peces llamativos y curiosos, de quién sabe de qué partes traídos. El extenso jardín se prolongaba con un bosquecillo, que llegaba hasta el río, de gran belleza natural, sobre todo en otoño, cuajado de hayas centenarias, compartiendo espacio con robles, abedules, serbales, mostajos, avellanos, pinos y tejos.


3.

Al atardecer, todavía con el dorado del sol poniente, y hasta entrada la noche, Hipólito paseaba, tratando, en soledad, de mantener con firmeza la paz y tranquilidad de su espíritu.

Ya alumbraba la luna, una luna grande y redonda, acompañada de las estrellas, con nervioso titilar.

Hipólito se sobresaltó, al oír unos pasos, que venían de detrás de unos setos muy frondosos.

Llegándose hasta él, dijo Lesbia:

- Buenas noches, hermoso efebo.

Calzaba unas ligeras sandalias, y vestía un vestido largo, cubriéndose la parte superior con un vaporoso peplo griego.

Hipólito le contestó:

- En verdad, la noche es hermosa, aunque no tanto como tú, querida.

- En algunos instantes es bella la vida, con el brillo plateado de la luna, la cúpula del firmamento salpicada de estrellas, y tu grata compañía – apuntó Lesbia.

Hipólito estaba inquieto, algo nervioso. Tenía el fatal presentimiento de que algo desagradable iba a ocurrir. No contestó al cumplido que Lesbia le había hecho, y ésta prosiguió:

- Eres un joven muy hermoso. Cualquier mujer estaría dispuesta al mayor sacrificio por conseguir tu amor.

- Tus alabanzas me aturden, Lesbia -dijo Hipólito, tratando de afirmar su entereza, y hacerse con el control de sus sentimientos.

Continuaba ella insistiendo:

- Desearía compartir contigo un secreto. Secreto que quedaría entre los dos. Nadie lo llegaría a saber.

Y acercándose, le musitó levemente al oído:

- Esta noche te espero en mi aposento privado, para charlar amistosamente.

- No iré –dijo él. Puedes estar segura.

- Tú no has amado nunca, y dudo que puedas amar –dijo Lesbia.

- Amo ya. De momento, es un amor ideal, hasta que aparezca la mujer, que los dioses me deparen –contestó Hipólito.

- Si tu amor es ideal, cuéntame una historia fantástica de amor –replicó Lesbia.

- Pues bien –exclamó Hipólito-, te contaré algo, que te puede asombrar… Diana es diosa de la caza, y de los bosques, y de la luna, siendo también emblema de la castidad. Los robledos le están especialmente consagrados. Es loada en la poesía por su gracia y su belleza. Siendo testigo de los dolores de parto de su madre, concibió tal aversión al matrimonio, que pidió y obtuvo de su padre, Júpiter, la gracia de guardar perpetua virginidad. Se le llama “la virgen blanca”. El propio Júpiter la armó con arco y flechas, y la hizo reina de los bosques. Le dio una comitiva de hermosas ninfas, que debían hacer votos de castidad. A sus ninfas las trataba con el mismo rigor, sin olvidar su deber. Transformó a Calisto en osa, y la expulsó de su cortejo por quedar embarazada.

- Existen otras deidades, que no son tan severas. Cultivan el amor, y lo prenden en el corazón de los humanos –afirmó Lesbia.

- Por el momento, no he sentido las flechas de Cupido, ni Afrodita ha tocado mi corazón. A Diana, en el templo del bosque, hice la promesa de virginidad hasta que llegue el día de mi matrimonio –sentenció Hipólito.

- Por última vez, Hipólito –rogó Lesbia-, en esta noche encantada, que incita al amor, complace los apasionados deseos de esta mujer, que te ama.

- Te pido perdón, si te ofendo –dijo Hipólito-. No puedo ser infiel a mis promesas, ni tampoco a la ausencia de mi padre.

- Pagarás caro haberme rechazado –rugió Lesbia rabiosa. En su boca se dibujó un rictus maligno, preñado de odio y de venganza.

Hipólito quedó triste y pensativo en el jardín bastante tiempo, y con el corazón destrozado por Lesbia, haciendo propia la ofensa hecha a su padre. Ella había desaparecido corriendo hacia sus aposentos.

Ciertamente –reconocía Hipólito-, a pesar de haber superado la juventud hace tiempo, Lesbia conservaba aún un buen tono de la lozanía y esplendor pasados. Sin afeites, ni cosméticos, Lesbia podía mostrarse, y presumir de una gran belleza natural. ¿Tendría la misma en su espíritu?

Una vez en sus habitaciones privadas, llena de despecho y dolor, se desahogaba con un llanto rabioso, destruyendo de paso todos los objetos de adorno, que encontraba a su alrededor. En su enojo, había pasado por alto echar en cara a Hipólito que la culpable de su infelicidad y desgracia era Delia, la esclava griega, favorita de su marido, con la que había engendrado a su hijo no deseado, Hipólito. En otra ocasión, y quizá no tardándose mucho, se lo haría saber.

A Lesbia le dolió tanto como el haberla rechazado, que le dijera que la quería, como a su propia madre. Al parecer, él se burlaba. Ella le había confesado: “me atraes como la tierra, que pisas, a la luna”.


4.

En la villa romana de Eumíneo, de la que su dueño se ausentaba durante dilatados periodos de tiempo, por encontrarse en la corte imperial de Roma, donde tenía depositadas importantes expectativas, graves asuntos económicos que tratar, relacionados con el lapis specularis, Lesbia se encontraba muy sola.

Más aún, por su status social, y las influencias de sus amigos de Roma, EumÍneo esperaba ver cumplidas y satisfechas sus aspiraciones a acceder a algún cargo relevante de gobierno.

Como una nube oscura, que presagia tormenta, así comenzaron a aparecer diversas circunstancias imprevisibles, y de signo alarmante y anormal.

Sin olvidar su propósito de venganza, y la trama pérfida y traicionera, que estaba elucubrando, Lesbia se propuso, al tiempo, utilizar, según las costumbres romanas existentes, todos los cosméticos y técnicas de embellecimiento de la mujer, y todas las argucias y preparados amatorios que pudiera conseguir de brujas y hechiceras, señal inequívoca de que no renunciaba por el momento a olvidar a Hipólito.


5.

Las damas romanas ya usaban pelucas y cejas postizas. Las cortesanas, rubias. Las matronas, negras. Marcial habla de cierta coqueta, cuyos cabellos, cejas y dientes eran más de su bolsillo, que de su naturaleza. En Ovidio, se encuentra la fórmula de una de las composiciones usadas entonces por las mujeres, para dar más tersura a la tez, y conservarla fresca: “tómese una cantidad de cebada de Libia, quítesele la paja y el tegumento, tómese una cantidad igual de alcardeña, empapar la una y la otra en huevos. Séquese y muélase todo. Agréguese polvo de cuerno de ciervo, después unas cuantas cebollas de narciso machacadas en mortero. Luego, goma y harina de trigo de Toscana. En fin, ligado todo con una cantidad mayor de miel, y esta composición dará al cutis mayor tersura, que un espejo”.

Plinio habla de una viña silvestre de hojas espesas y blanquecinas, de sarmiento y corteza rota. Produce –dice- unos granos rojos, con los cuales se tiñe de escarlata, y estos granos machacados con las hojas limpian perfectamente la piel.

El incienso entraba en la mayor parte de los cosméticos, ya para quitar las manchas de la piel, ya para los tumores. “Aunque el incienso sea grato a los dioses –dice Ovidio- no hay que echarlo todo en las brasas sagradas, que otros altares reclaman también su vapor perfumado”. El mismo poeta dice haber conocido mujeres, que molían adormideras en agua fría, y se frotaban con este líquido las mejillas. Otras se untaban el rostro con pan empapado en leche de burra.

Popea se daba una especie de pasta untosa, en la que entraba centeno hervido. Se la aplicaban las mujeres sobre la cara, y se formaba una costra, que duraba un rato, y no caía sino lavándola con leche. Popea, que puso de moda esta pasta, le dio su nombre.

Las mujeres iban y venían, enmascaradas, por el interior de sus casas. Era, por decirlo así, su rostro doméstico, y el único, que conocían los maridos. Las flores nuevas, que ofrecía el rostro, al quitarse la máscara, era para los amantes.

Sus labios –dice Juvenal- tenían liga.

Plinio nos dice que las damas usaban, para blanquear la piel, la tierra de Selinusa, blanca como la leche, y que se disuelve enseguida en el agua.

Los griegos y romanos tenían una pasta metálica para darse de blanco, y que no era sino lo que nosotros conocemos como Xerusa, carbonato de plomo y albayalde.

Para darse de rojo usaban una pasta, que extraían de una raíz, “Rizión de Siria”. Usaron también más tarde, para el blanco, una pasta compuesta de una especie de greda argentina, y, para el rojo, el “purpurisimum”, preparación, que hacían con espuma de púrpura.

Los efectos dañosos de estos ingredientes no pasaban inadvertidos entonces, como no pasan hoy.

Gracia sencilla y natural –dice Afranius- el rojo del pudor de la juventud. He aquí el afeite más seductor. En cuanto a la vejez, no hay para ella mejor afeite que la inteligencia y el saber.


6.

Antes de que comenzase la salida de la caravana, Lesbia quiso procurar un nuevo intento de aproximación a Hipólito. A los pocos días, se hizo la encontradiza. Esperaba su paso por aquél lugar.

Radiante de belleza estaba Lesbia en el pórtico del impluvium, como una aparición. Estaba dispuesta, con todas sus armas de mujer, a derribar las murallas de la virtud de Hipólito. No le importaba su anterior derrota. No estaba totalmente segura, pero creía que, con constancia y su seductora belleza, lograría sus propósitos.

Le dijo:

- Hipólito, he pensado olvidar el pasado. Sólo pretendo que nos llevemos bien. Que seamos buenos amigos.

- Me parece razonable –le contestó Hipólito.

- Y he pedido a Afrodita que, cuando te encuentres en brazos de Morfeo, te infunda agradables sueños hacia mi persona.

- Sabes bien que mi corazón y mis sueños están ocupados por una mujer, a la que espero con viva ilusión.

- Pero esos sueños son limpios, son blancos, Hipólito. Y no me refiero a esos sueños. Y, a propósito, estoy probando cosméticos de moda, para que realcen mi belleza.

- Te dije en otra ocasión que no necesitas nada que realce tu belleza natural. Sólo conseguirás, a la larga, el efecto no deseado y nocivo para tu salud.

- Te agradezco que te preocupes por mi belleza natural y mi salud. Ya es algo.

Él se excusó diciendo que sus acompañantes de viaje le esperaban. Tenían un programa de compras por concluir.

Ella se quedó firme, sin moverse, como una estatua, con su vestido rojo hasta las sandalias de igual color, que protegían sus cuidados pies. Una ráfaga de viento onduló su esbelta figura.